Hay victorias que trascienden el fútbol. La de Luis Enrique en la Champions con el PSG es una de ellas. No por el escudo, ni por el error de Mbappé, ni por la resurrección de Dembele, ni por la goleada al Inter... Lo es por quien la dirige. Porque, en esta ocasión, ganar es una forma de resistir.
Luis Enrique ha sido muchas cosas: jugador genial, entrenador brillante, icono de honestidad deportiva. Pero desde el verano del 2019 es, sobre todo, un hombre al que se le rompió la vida. Ese 29 de agosto, cuando murió su hija Xana a los nueve años, dejó de ser solo Lucho. Se convirtió en símbolo de algo mucho más profundo: la lucha inhumana por seguir cuando todo se hunde. (Este artículo se suma a los muchos escritos por una sentida empatía, por imaginar el insoportable dolor que sentiríamos en una situación idéntica. Acompañarlo en el sentimiento).

Hay padres que, como Lucho, viven lo impensable: sobrevivir a un hijo. “El duelo por un hijo no termina, solo cambia de forma”, escribió la escritora Elisabeth Kübler-Ross en La muerte: un amanecer . Y Luis Enrique, con su esposa, Elena, y sus hijos, Pacho y Sira, ha demostrado que el dolor no se olvida, pero puede transformarse en impulso. Han creado la Fundación Xanacomo acto de amor y de servicio. Como quien alza una linterna en medio del túnel para que otros no caminen a oscuras.
Desde entonces, cada paso suyo ha sido una declaración: entrenar a la selección, volver al banquillo, enfrentarse a las duras críticas, ganar y perder partidos, volver a levantarse. Todo con esa mezcla suya de carácter y franqueza que tan mal lleva la hipocresía del fútbol moderno. Lucho va de cara. Y por eso se le quiere.
Cuando ahora alza la Champions con un club marcado por el marketing, el dinero y la presión, hay algo que conmueve más allá del resultado. Porque detrás del entrenador hay un padre que ha aprendido a vivir con el abismo. Que sigue hablando de su hija con el nombre que la vida no pudo borrarle: “nuestra estrella”.
Estos días, París celebra la Champions. Nosotros, a Luis Enrique y a su gente. A los que no se esconden cuando duele. A los que lloran sin hacer espectáculo. A los que, con el alma rota, siguen caminando.
Y ganan. No por lo que levantan, sino por lo que han sostenido.